Confieso que nunca tuve un cariño singular por la reina Isabel II de Inglaterra. Ese personaje, más que una persona, siempre vestido con abrigos y sombreros de colores pastel, que veíamos en la televisión y en las fotos de las revistas del corazón saludando desde el galería del Palacio de Buckingham. Con el look de tu abuela de Caperucita Roja o de una dulce viejita de la campiña inglesa pero con ese toque hierático y distante. Perdónenme los ingleses que desde el jueves han llorado su pérdida con lágrimas de verdad (siempre me sorprende que se pueda lagrimear por determinado que no se conoce personalmente) y que llevan flores a las puertas de palacio en el centro de Londres. Como en un ‘déjà vu’ hace veinticinco primaveras, tras el incidente de Lady Di. Digo que esta mujer no me inspiraba cariño hasta que empecé a ver la serie ‘The Crown’ (‘The Crown’, en Netflix desde 2016) y a conocer, un poco mejor, a la persona que hay detrás del personaje. A la hija, hermana, esposa y religiosa. No digo que a posteriori de la serie me gustara, pero conocí a una mujer que, a pesar de reinar sobre medio mundo y acumular una fortuna inconmensurable, además sufrió. Es mucho. Como todas las mujeres (y hombres). Por lo único que efectivamente importa: la comunidad y el sexo. Todo lo demás es irrelevante. Excepto ser reina de su propia vida.
Pienso ahora en la carambola del destino de la muchacho Isabel. Esa Elizabeth Alexandra Mary que vivía tan tranquila con sus padres y su hermana último Margarita cuando su rutina se puso patas en lo alto. Una vez más por sexo. La que su tío, el rey Eduardo VIII, sintió por una plebeya estadounidense divorciada, y con la que renunció al trono para casarse. Así cayó la primera ficha de dominó. El segundo lo hizo cuando el padre de Isabel, el rey Jorge VI, que tuvo que sustituir a su hermano, murió en 1952, a los 57 primaveras, de cáncer de pulmón. Isabel y su cónyuge, el duque de Edimburgo, estaban entonces de viaje por Australia y África. Y fue su marido quien le dio la informe en un hotel de Kenia: su padre había muerto, tenían que retornar a Londres y ella ocuparía el trono de Gran Bretaña y de todos los países de la Commonwealth. Isabel tenía 26 primaveras e iniciaba un reinado que ha durado más de setenta. No hay mínimo.
Durante este tiempo, por otra parte de tratar con los primeros ministros de su país, con presidentes de otros estados, animarse el destino de guerras y otros conflictos armados, sufrió. Como todos los demás. A las personas que más amaba. Esa es la única forma de sufrir que conozco. Por razones de estado, la reina prohibió el casamiento de su hermana Margarita con Peter Townsed, que había sido asesor de su padre pero estaba casado. Aunque estaba divorciada, la Iglesia Anglicana no aceptó el casamiento. Margarita enloqueció y cayó en un quebrada de drogas, vino y, más tarde, con su nueva pareja, abusos. Ciertamente, Isabel se sentía muy culpable por no permitir que su hermana fuera oportuno. Asimismo sufrió los escándalos de la corona y los divorcios de tres de sus cuatro hijos (Carlos, Ana y Andrés) en la lapso de los 90, cuando las separaciones aún eran un escándalo. La trágica crimen de su nuera Lady Di y la convulsa vida de su nieto Enrique, quien al poco tiempo de casarse con Meghan Markle renunció a sus derechos dinásticos, lo afectaron.
¿Por qué te digo todo esto? No, no fui a la prensa rosa. Pero el hostigación informativo de estos días, conexo con los ‘flashes’ que me llegan de las series que veo desde hace tiempo, me hicieron reflexionar sobre lo importante. No importa si eres una reina o un plebeyo. Rico o escueto. Ser dueño de muchas propiedades o comportarse en una habitación subarrendada (aunque obviamente el pasta ayuda mucho). Lo único efectivamente imprescindible y por lo que sufrimos es por los que amamos, por la comunidad y los amigos (que son esa otra comunidad de mortandad que elegimos). No hay más. Por eso, cada vez estoy más convencido de que debemos tomar el control de la vida y ser nuestros propios monarcas. Lo gobernamos con nuestras propias leyes. Ayudar a los necesitados pero, sobre todo, a nosotros mismos. Lo que olvidamos Esto me lo recordaba un buen amigo, recordando las palabras de la castellana Santa Teresa de Jesús, ya en el siglo XVI: “La caridad empieza por uno mismo”. Me parece un gran consejo. Y tal vez si Elizabeth Alexandra Mary hubiera pensado en eso, habría sido más oportuno. DEP
https://www.diariodenavarra.es/noticiario/comportarse/educacion/2022/09/11/reinas-propia-vida-540837-3198.html